Generalmente cuando se plantean modelos urbanos respetuosos con el medio ambiente, se oyen pocas voces en contra. Quienes vivimos en las ciudades queremos medidas que reduzcan el impacto de la contaminación, tanto acústica como del aire, y que generen espacios más saludables.
Sin embargo, cuando se proyectan planes de actuación desde una mirada de equidad de género, rápidamente surgen cuestionamientos.
La calle, símbolo del espacio público, tiene un uso diferencial entre hombres y mujeres, aunque se ha naturalizado el uso masculino del espacio como el patrón general. Desde la infancia, los niños se apropian del espacio público como lugar de juego, exploración y aventura, mientras que en las niñas se valora que sean tranquilas y la calle sea un lugar de paso, no donde desarrollar su actividad. “Calladita y quietecita estás más guapa” oímos desde pequeñas.
Solo tenemos que imaginar un patio de colegio para visibilizar esta división: el juego masculino del fútbol se apropia de la mayor parte del espacio, relegando a quienes no comparten ese juego a zonas periféricas. O buscar ejemplos en nuestro lenguaje: la diferencia entre “hombre de la calle”-“hombre público” o “mujer de la calle”-“mujer pública” que tienen significados totalmente contrapuestos, en los que el espacio público relacionado con el hombre tiene una connotación positiva y de prestigio, frente a la carga negativa y peyorativa cuando se asocia a la mujer. Estos mandatos de socialización de género van conformando el mundo en el que vivimos. Y también nuestras ciudades y pueblos.
Las mujeres nos exponemos a la mirada del otro tanto en espacios abiertos y cerrados. ¿Qué sucede cuando una mujer sola entra en un bar, cine o discoteca? Pues decenas de ojos se giran, pareciendo percibir que la recién entrada anuncia “disponibilidad”, algo que no sucede cuando entra un hombre. O ¿cuándo va en su bici por las calles de la ciudad? Que hay hombres que se creen en el derecho de interpelaciones groseras.
La celebración del 8 de Marzo nos recuerda que ha llegado el momento de
empezar a deconstruir todos estos mandatos, a entender la planificación
de las ciudades desde la inclusión de enfoques de género. Y eso implica ver la movilidad desde las diferentes necesidades de desplazamientos y de las relaciones entre las personas con el espacio social que las ubica de determinada forma.
Hasta ahora, el transporte se ha planificado para cubrir las necesidades productivas de los habitantes: trabajo (entendido como el que se realiza fuera del hogar), compras y ocio, y se han obviado los desplazamientos relacionados con las actividades reproductivas: acompañamiento, relaciones familiares y de cuidados. Una mirada más amplia e inclusiva nos hace profundizar en políticas integrales socioambientales que impulsen avances significativos.
Y ahí está el origen del crecimiento de la movilidad en bicicleta en las grandes ciudades: como medio de transporte óptimo para distancias hasta 8 km. con una velocidad media entre 10 y 16 km/h es capaz de cubrir la mayoría de los desplazamientos cotidianos de las zonas metropolitanas. Además de ser un vehículo versátil, de los beneficios en salud y del impacto positivo en el medio ambiente que implica, para las mujeres la bicicleta simboliza el desafío a ese urbanismo androcéntrico que nos quiere valientes y no libres.
Necesitamos una apuesta clara, audaz, que rompa con el modelo urbano del uso del coche y ponga en valor los desplazamientos relacionados con los cuidados.
Esther Rodríguez. Miembro Pedalibre y coordinadora estatal ConBici